La palabra «cínico» ha
sufrido en España una curiosa derivación. De aquella caótica escuela griega de
Antístenes, hemos pasado directamente a los mentirosos. Nosotros, que nos
vanagloriábamos de no ser un país para cínicos, descubrimos ahora que lo que nos
sobran son mentirosos. Deben de ser las paradojas de la evolución del lenguaje.
O de que no nos da la gana llamar a las cosas por su nombre. Ni
desenmascararlas.
Es hora de reflexionar
con cierta dosis de autocrítica sobre cómo se representa en nuestros días el
Estado y sus componentes. El Estado, que parece bien engrasado en terminología
diplomática, pero que muestra no pocos fallos si hablamos en el idioma del
sentido común.
Por empezar por algún
sitio: los agentes sociales. Responden a este nombre, pero en España han sido
—y son— de todo menos sociales. Los sindicatos están liderados por dirigentes
que admiten sin rubor encontrarse «liberados» de no se sabe qué, salvo de
trabajar, durante años y años. Se les reconoce el mérito de traspasar a su
organización sindical miles de euros a cambio de aportar más bien nada en unos
consejos de administración inverosímiles. Por cierto, los mismos consejos donde
no hace tanto se aprobaron productos preferentes, obligaciones y engañifas de
todos los colores y valores.
En el otro extremo, los
representantes empresariales miran hacia otro lado y sacuden responsabilidades.
Aunque las tienen. Se les olvida que auparon al frente de sus patronales a
defraudadores profesionales, a linces de la ingeniería crediticia, a expertos
en abrir agujeros contables de inaudita profundidad… En fin, poco que ver con
el autónomo, el emprendedor, el que arriesga lo poco que tiene a cambio de
salir adelante y superarse como profesional y como persona.
Mientras estos intentan
labrarse un camino, en la cúspide del prestigio social viven acomodadas desde
hace más de un siglo ciertas castas privilegiadas. Blindadas por sus togas, la
cátedra o la jefatura, han permanecido indiferentes a la agonía de un país
expoliado por tantos, y sostenido por tan pocos. Hasta que, sobrepasado el
límite de lo soportable, y pagable, les ha tocado también a ellas ajustar sus
prebendas. Entonces, sí, se revuelven y rebelan como si gritaran desde el fondo
de la mina. No se explica de otro modo que los jefes de servicio de hospitales
que por la tarde ejercen en la sanidad privada se resistan a una
racionalización horaria en la pública. O que rectores y catedráticos salgan en
defensa feroz de una universidad gratuita por la que todos los que hemos
estudiado allí apenas les vimos transitar. Por no hablar de otras categorías
como magistrados o pilotos, que nunca mostraron la menor preocupación por la
calidad de los servicios que prestan. Ahora sí que salen a la calle, como
estudiantes adolescentes, cuando ven que su estirpe puede ver mermada su
influencia.
Para casta, no obstante,
la del galgo de la «partitocracia», auténtico cáncer de un sistema del que se
retroalimentan, precisamente, quienes han de cambiarlo. En nuestro país, las
Administraciones han sido el origen —si no la causa— de una corrupción de la
que se han nutrido algunos sujetos a título particular, pero estructuralmente
todos los partidos políticos. Todos. Esa perversión de la función pública ha
sido ocultada, consentida, justificada, hasta indultada y, reconozcámoslo,
respaldada en la vía de las urnas, como si no importara o se diera por
descontada. Desde el inmobiliario al ayuntamiento. Desde contadas instancias
judiciales hasta parlamentos. Desde bancos y cajas de ahorro hasta consejos de
administración de empresas públicas de insólita existencia para cualquier
lógica económica y ética. Todo por la pasta.
En este capítulo de
mentiras y falsedades, merece epígrafe aparte la actividad que desde
determinado nivel de nuestra Administración Pública se ejerce mediante
discursos identitarios egoístas hasta el límite. Discursos del todo catetos,
que tan solo esconden un ansia de poder tan repugnante como infinita. Discursos
que, en el colmo del cinismo, tapan su delincuencia corrupta y su bancarrota
con el dinero del resto; de un resto plagado de contribuyentes, trabajadores,
parados, sorprendidos, sufridores, insultados…
Otra más. En España,
millones de individuos se mimetizan como masa compacta y asisten gustosos a
espectáculos protagonizados por supuestos «culturetas» en limusina, que claman
aquí contra lo mismo de lo que disfrutan allí. Sin cortarse un pelo. Unos
supuestos portavoces no se sabe de qué, que gritan y vociferan acá contra los
mismos a los que agasajan y pelotean más allá, hasta el ridículo. Y dan lecciones
y consejos sobre educación, política exterior, arte y cultura, historia… Lo que
toque. Con la salvedad de que estos adalides de la justicia e igualdad no
soportarían un día en los países o en la civilización que dicen defender con
tanto ahínco.
La última se la dedico a
la educación. Nos empeñamos en pelear por un modelo educativo que suspende en
todo. Lo mismo idiomas, que ciencias, historia o investigación. Para acabar en
el desastroso mercado laboral español, incapaz de absorber a sus aspirantes
cualquiera que fuera su especialidad o nivel académico. Esa supuesta defensa de
la enseñanza ha sido cínica y resulta mentirosa si se tiene en cuenta que hasta
ahora no se ha dicho nada: se ha permanecido con la boca cerrada mientras
descendíamos escalones hasta caer en el fracaso actual.
No deja de resultar
chocante que se abandere un movimiento que parece querer salvaguardar un
desastre —porque ahí es donde estamos— basado en la proliferación de
facultades, la perpetuación de institutos de formación profesional de los que
salen personas formadas para mercados inútiles o la convivencia de escuelas con
programas bien distintos por el mero de hecho de encontrarse en otra comunidad
autónoma.
No podemos detenernos en
este punto. En la exposición de ejemplos. España ya no puede ser un país para
cínicos. Ya no puede ser un país para mentirosos. El sentido común es el mejor
ejemplo de una ética que ha de obligarnos a constituir un país capaz de
reeducarse. El juego de la evolución del lenguaje nos ha llevado desde aquellos
griegos desastrosos de la escuela de los cínicos, a unos españoles en una
España imposible. De mentira. En nuestra mano está escapar. Y lo haremos. Al
igual que generaciones anteriores lograron sortear guerras, posguerras,
dictaduras y transiciones. No podemos ser tan cínicos, no debemos ser tan
mentirosos con nosotros mismos, si queremos salir de esta.
Por Ángel Expósito, periodista.