Aquella calurosa madrugá próxima al
verano, Pepito fue al Mercado de
Entradores para hacer la compra necesaria para reponer de mercancías su puesto
de frutas y verduras del mercado de Triana. Ligerito de ropa. Qué diferencia de
temperatura con el invierno. En el que muy al contrario que ahora, cuesta
tirarse de la cama. Lo cierto es que las cuatro de la mañana no son horas para
estar levantado. Salvo: esa madrugá en que la Esperanza de Triana se acerca al
actual mercado de Entradores donde ya solo la espera ese
precioso retablo de Ella misma. Donde año tras año cuando allí llega evoca una
imagen de otros tiempos. Cuando en vez de enfrentarse a su retablo lo hacía
hacia el locutorio de los presos que albergaba la antigua cárcel del Populo en
honor a esa virgen milagrosa que plantó cara a una de las muchas riadas que
llegaba a las entrañas de Sevilla.
En aquellos tiempos, en esa mañana de esperanza los presos le
cantaban saetas a su virgen. Tras un largo año de espera intentaban prolongar ese
instante. El mayor tiempo posible para que la espera hasta el próximo año fuera…
más cortita. Allí mismo y en ese “cuadro” se inspiró Font de Anta para componer
su marcha “Soleá dame la mano” en aquellas rejas de la cárcel que tomó su nombre
de la virgen que nos dejaron los Agustinos Recoletos y que se habían instalado
en el siglo XVII en un edificio que fue construido sobre el solar ubicado al
lado de la puerta de Triana y que le cediera Pedro Antón de la Cerda, ferviente
seguidor de fray Luis de león que fue quien redactó las reglas de esa
confesión.
Fue el convento del Populo.
Así llamado por tener un azulejo de la Virgen de ese nombre. Convento que les
servía de puente a los monjes, para su apostolado allá en América. Cuando Sevilla era puerto de
salida al nuevo mundo. Y así fue hasta 1835 en que tras el decaimiento de la
orden fue abandonada transformándose en cárcel con el mismo nombre.
Nada más llegar Pepito al mercado. Fue
en busca de su amigo Antonio “periódico” y así compartir con él, el primer café
de la mañana. Antonio es un buen amigo que se inició tarde en el gremio de la
fruta y desde esos primeros momentos se dejó asesorar en los motivos de la
compra por Pepito y desde entonces mantienen ese vínculo que diariamente
alimentan y aunque hay una diferencia importante de edad entre ellos, pues aquel
está próximo a la jubilación; hay un más que agradable entendimiento; además de
un gran afecto.
Cuando ambos enfilaban el camino del
bar y al pasar por una cuartelada (1) repleta de versa perfectamente dispuesta
en manojos y estos haciendo enormes pilas. Ya de zanahorias ya de remolacha ya
de rábanos, cebolletas, acelgas, montones de coles, coliflores aún con las
hojas que las protegían de su viaje desde el campo. Todas de preciosos colores
avivados por el agua que sus agricultores no dejaban que les faltara.
Pie de página/ (1) Cuartelada: espacio del mercado que
hace las veces de tienda al por mayor para vender productos a los minoristas.
El dueño de esta vistosa cuartelada es Pepe, por el que los dos amigos, fueron abordados. Otro buen amigo. Todos los Pepes son buenos. Éste se ofreció a que lo invitaran a
compartir ese primer café. Pepito accedió a cambio de que aquel, le contara una de las muchas anécdotas que
éste conocía de la “Señora”. Pepe
es macareno de nacimiento. Nada mas
nacer su padre le daría de alta como miembro de la hermandad. Su padre
macareno; su abuelo macareno e incluso su bisabuelo, llegó a ser hermano mayor
de la misma. La Macarena ha estado presente en su familia, toda la vida.
Pepe
en su establecimiento del mercado de “Entradores” tiene un azulejo de
dimensiones importantes de la Señora que Pepito en más de una ocasión. Sabiendo
de antemano que le iba a decir que no. le había pedido que se lo regalara. Porque
Pepito pensaba ¿y si le cojo un día tonto y me lo regala? Pero no, nunca llegó ese día y en algunos de
ellos le contó el origen del mismo. Sin acordarse de una vez para otra que ya
lo había hecho con anterioridad.
Le contaba a Pepito. Que ese azulejo
donde la Señora luce más macarena que nunca. Se lo había regalado un amigo
suyo, bohemio de profesión y artista de afición. Lo conoció en un bar tomándose
unas cervezas. Al coincidir en el cariño que ambos le profesaban a la Señora. Y
como muestra de esa amistad, el bohemio le regaló el azulejo al frutero. Decía
el bohemio que trabajaba cuando le daba la gana y a quien le daba la gana o
mejor dicho, a quién le caía gracioso. No
es de extrañar porque Pepe es un tío que cae bien. Mucha gente le ha ofrecido
dineros importantes porque le hiciera algún trabajo. Pero el bohemio, fiel a su
filosofía de vida, nunca entró en un trato donde la contrapartida se limitara
exclusivamente a lo económico.
El trato de la anécdota por el café
le pareció bastante justo al amigo Pepe. Así que prosiguieron los tres amigos
el camino para el bar. Pasando junto a otras cuarteladas que no desmerecían de
la anteriormente descrita. Aunque con diferente forma de montarlas y más
variedad de artículos, verduras y frutas.
Una vez acomodados en tres taburetes
junto a la barra “la exaltación de lo bonito hay que hacerlo en cómodas
situaciones” comenzó la narración de la esperada anécdota:
Yo
nací en una casa del barrio macareno. En la calle Don Fadrique, a la distancia
aproximada de una chicotá de la basílica y fue allí donde tendrían lugar, los
siguientes acontecimientos.
Contaba
yo por entonces con la edad de siete añitos y mi hermana algunos años mayor que
yo, se había empeñado ese año en que saliera por primera vez de nazareno
acompañando a la Señora. Por aquella época, las mujeres no podían vestir el
hábito nazareno en las cofradías.
Desde
mucho antes de la Semana Santa, se había preocupado de buscar el dinero para
hacerme la túnica. Me había llevado a que me tomaran medidas. Se había
preocupado se sacarme la papeleta de sitio. Y hasta de comprarme los caramelos.
En definitiva, aunque a mi me hacía ilusión salir de nazareno. Ella sentía
autentica obsesión porque yo lo hiciera, parecía que aunque yo fuera a hacerlo
físicamente. Era ella la que iba a salir acompañando a la Señora.
Cuando
llegó el domingo de Ramos. Inicio de la semana grande. Lo tenía todo perfectamente preparado. La
túnica ya lucía en su percha. Colgada sobre una puerta abierta del ropero de mi
dormitorio. Mientras que el capirote con su antifaz remangado. Presentando perfectamente el
escudo de la hermandad. Se podía ver sobre la cómoda de la habitación.
Quiso
el destino que el Jueves Santo por la mañana amaneciera teniendo yo una fiebre elevada. Y no pudiera moverme
de la cama. No podéis ni imaginar el sentimiento de tristeza que le entró a mi
hermana. Cuando una vez en mi habitación me encontró en ese estado.
El llanto rompió de forma
repentina. Nunca hasta entonces la había visto llorar de esa manera. Nunca
hasta entonces había observado tanta tristeza en su cara. Nunca hasta entonces
había observado tanta desilusión. Las lágrimas brotaban y brotaban. Las mantas
de mi cama pues ya ella yacía tirada sobre la misma, casi no eran suficientes
como refugio de sus lágrimas. Agotada hasta la última de ellas. Buscó consuelo
en la oscuridad de su habitación, mientras en su cabeza una pregunta no dejaba
de atormentarla ¿porqué Madre…porqué?
Y mientras esto sucedía, mis padres no
sabían como bajarme la fiebre. Ni como consolar a mi hermana en su desdicha. Las
horas fueron transcurriendo. Y así todo el día sin cambio en la misma situación.
Yo quería mucho a mi hermana. Y aunque yo no tenía culpa, sabía que ni ella se
merecía eso ni yo le podía fallar de esa manera.
Así
que a la hora prevista y sin que mis padres se dieran cuenta, me enfundé la
túnica y el antifaz, y con mi papeleta de sitio en el bolsillo, salí lo más
silenciosamente posible hacia la basílica.
La
fiebre no cedía. Los escalofríos se repetían. Me encontraba muy mal. Pero pensé
que al menos el recorrido desde la basílica a la puerta de mi casa, delante de
la Señora, tenía que hacerlo y luego
cuando mi hermana me viera. Subiría y me volvería a meter en la cama.
Y
en parte así sucedió. Pues cuando la Señora llegó a la puerta de mi casa y yo
delante de ella. Como era habitual, toda
mi familia estaba en el balcón de la casa para ver a la “Señora “Mis padres
seguían tristes y mi hermana, casi escondida tras ellos, aún seguía llorando. Pero
todavía, con mas amargura si cabe.
Justamente
cuando estaba debajo de mi balcón. Me quité el capirote para que mis padres y
sobre todo mi hermana pudieran ver. Quien era aquel pequeño nazareno que
acababa de descubrirse.
No
os podéis ni imaginar la cara de sorpresa de mis padres y como no la de mi
hermana que no sé de dónde sacó más lágrimas. Pues llevaba todo el día
llorando. Pero ya, las lágrimas no eran de tristeza. Muy al contrario, eran de dichosa
felicidad. Nunca más he vuelto a ver mayor felicidad en una cara como la que en
aquel momento pude ver en la de mi hermana.
Inmediatamente, todos
bajaron las escaleras. Mis padres para agarrarme y subirme y volver a meterme
en la cama y mi hermana para abrazarme y besarme y quererme mucho mucho.
Y si antes habían sido las mantas de
la cama las que fueran refugios de tristezas, ahora era mi túnica macarena la que hacía de refugio de
alegría.
Mis
padres quisieron subirme- ¿porqué?- Les pregunté yo- Pues por la fiebre
¿quieres morirte?- contestó mi madre- ¿Qué fiebre?- volví a preguntar yo, abrazado
por mi hermana. Me tocaron la frente, me tocaron las manos, la fiebre había
desaparecido.
Todos
a la vez, miramos a la Señora, testigo y única protagonista.
Los tres cafés, seguían sobre la
barra del bar fríos, fríos, fríos…Tras un largo silencio, Pepito dijo: camarero
otros tres cafés.